Esta es una
historia que sucedió en el año 1987. Me la contó un interventor
de Renfe del que no tengo el menor motivo para dudar de su
sinceridad, pues lo conozco muy bien.
Un día de
verano, viajaba este hombre de servicio en el tren correo que
salía de Ourense a las tres y media de la tarde y llegaba a
Medina del Campo hacia las ocho.
Una de las
paradas que había en este trayecto era el apeadero del pueblo de
Manzanal del Barco, en la provincia de Zamora, que estaba muy
próximo al viaducto que cruza el embalse de Ricobayo, en el río
Esla, donde abundaban (y aún abundan) los lucios, barbos, carpas
y back-bass. Los lucios de este embalse tenían fama por el
tamaño que alcanzaban, y se hablaba de un ejemplar pescado por
el cura de un pueblo que llegó a pesar 22 kilos (el lucio, no el
cura).
Muchos
pescadores de Zamora cogían un tren que salía temprano de esta
capital, se apeaban en Manzanal y regresaban en el tren correo
que pasaba por el apeadero hacia las seis y media de la tarde;
por eso en este tren solían verse muy buenos ejemplares de lucio
cuando había habido suerte en la pesca. Por cierto, los pescaban
con material muy sencillo: una caña de lance ligero, un hilo del
0.22 ó 0.24 con un cable de acero en la punta, y una cucharilla
muy grande o un pez artificial. También con pez vivo. Los
lucios, a pesar del tamaño que pueden alcanzar, suelen tirar muy
poco y raras veces rompen el hilo.
Nuestro
interventor inició su fiscalización de billetes en la estación
de Ourense-San Francisco. Departamento por departamento, iba
viendo los billetes y anotando los destinos de los viajeros. Uno
de aquellos departamentos iba ocupado por un único viajero: un
joven de unos treinta años (una edad parecida a la del empleado
de Renfe) que llevaba por equipaje una caña de pescar plegable
con su carrete, una pequeña mochila… y un caldero. Al
interventor le chocó mucho aquel caldero.
― ¿No sería
mejor una cesta que un caldero? ―se dijo.
En fin, se
encogió de hombros y continuó su labor de intervención.
Como era un día
entre semana y no había muchos viajeros, terminó pronto su
primer vistazo al tren. Al paso por la estación de Vilar de
Barrio no se le había ido de la cabeza el dichoso caldero. Algo
no le cuadraba.
Sabía que su
ética profesional no le permitía hacerles preguntas personales a
los viajeros, pero decidió hacer una excepción: fue al
departamento del pescador y, para romper el hielo y como ya
sabía que se bajaría en el apeadero de Manzanal, le dijo:
― Así que a
pescar lucios, ¿no?
― Pues sí:
voy a ver si cojo alguno grande, que los hay ―respondió.
― Y… ¿te va a
caber en ese caldero? No lo creo… ―dijo el revisor, sonriendo.
― También los
hay pequeños, y sé donde están. Voy a coger unos cuantos.
― ¿Y para qué
quieres esos lucios pequeños? ―le preguntó el ferroviario, que
ya empezaba a comprenderlo todo.
― Los traeré
en el caldero con un poco de agua, y los soltaré en el Miño; así
no tendré que viajar hasta Zamora a pescar lucios. ¡Los voy a
tener a la puerta de casa!
El
interventor se rascó tras la oreja y murmuró: «Bueno, bueno…».
Salió del
departamento, pues su trabajo lo reclamaba. Mientras veía más
billetes, fue elaborando una estrategia.
Al paso por
la estación de A Gudiña, y después de ver a los viajeros que
habían subido, volvió a entrar en el departamento del pescador
de lucios. Le preguntó:
― ¿Sabes lo
que es un lucio? ¿Sabes cómo viven estos peces, qué comen, lo
buenos cazadores que son y cómo se reproducen?
Él sabía que
comen de todo y cómo viven ―por eso sabía dónde estaban los
pequeños―, pero no sabía cómo se reproducían. El ferroviario se
lo explicó:
― Frezan
entre febrero y abril, y una hembra de cinco kilos y medio puede
dejar en el río 180.000 huevos. Una sola hembra.
El viajero
levantó las cejas, y el interventor continuó hablando.
― Si una sola
hembra de lucio se reprodujera en el Miño, aunque no fuera muy
grande y no soltara tantas huevas la cosa ya no tendría remedio:
en pocos años colonizarían la zona y ya nada sería igual. Los
lucios remontan los ríos y colonizan también las zonas de
corrientes, poniéndose al acecho en los bordes de ellas. Pronto
las poblaciones de bogas, escalos y truchas sufrirían un enorme
bajón, y los lucios serían ya imposibles de erradicar. Otros
pescadores poco responsables, o ignorantes del daño que pueden
hacer, los extenderían por los embalses y charcas de la
provincia, como ya están haciendo con los black-bass. Pero lo
que más me entristece no es este panorama; lo peor de todo es
que las generaciones futuras de pescadores gallegos te
maldecirán para siempre, porque se perderá un capital tan
valioso como el que aún posee el Miño. Ya se perdieron los
salmones y otros peces que remontaban del mar, ¡y ahora nuestros
peixes, escalos y truchas…!
El pescador
escuchaba en silencio. El ferroviario se olvidó por un momento
de atender a los demás viajeros, y continuó:
― Piensa
despacio en esto que te acabo de decir. Quizá estén en tus manos
las poblaciones tradicionales de peces en el Miño ourensano, sin
ser tú consciente de ello. Ahora ya conoces las posibles
consecuencias de traer esos peces tan voraces. Es más: te pido
en nombre de todos los pescadores, y en el de las futuas
generaciones, que no lo hagas.
El viajero
seguía pensativo, y el interventor se fue a sus quehaceres. Lo
vio apearse con su caldero en el apeadero de Manzanal del Barco,
y ya nunca lo volvió a ver.
Hasta aquí llega
el relato de aquel suceso. Nunca a sabremos si aquel pescador
tomó conciencia de los riesgos gracias a la advertencia del
interventor, o si, no haciéndole caso, no consiguió pescar sus
lucios pequeños porque aquel día no picaban o no dio con ellos.
Sea cual fuere
la verdad, lo cierto es que no hay lucios en el Miño.